¿De dónde provienen los desequilibrios de la periferia?

Desde el inicio de la crisis entre 2007 y 2008 proliferan las interpretaciones sobre los mecanismos que desencadenaron la misma y, por tanto, las recetas para salir de ella. Los argumentos más empleados por los sectores autodenominados progresistas giran en torno al papel desempeñado por los desequilibrios comerciales y las políticas deflacionistas de los países del centro, en particular, de Alemania [1]. Según este razonamiento, Alemania habría deprimido su demanda interna siguiendo una agresiva estrategia mercantilista, con resultados letales para la periferia. La receta, pues, sería permitir una subida de los salarios alemanes para así llenar las playas de la periferia de turistas. Junto con esto, la UE debería lanzar un Plan Marshall a la europea, por supuesto financiado con los superávits comerciales alemanes. El corolario sería un nuevo paso hacia el federalismo europeo, la emisión de eurobonos y, cómo no, un mayor protagonismo del Parlamento itinerante entre Bruselas y Estrasburgo.

Pero este razonamiento se basa en supuestos como mínimo discutibles. La explicación convencional atribuye al superávit comercial alemán el déficit gemelo de las economías periféricas, que se habría cubierto con las exportaciones del capital acumulado como consecuencia de ese saldo comercial positivo. Pero las cuentas exteriores podrían interpretarse de forma alternativa: si bien las entradas de capital compensan a las salidas provocadas por el déficit comercial, eso no quiere decir que las primeras sean consecuencia de las segundas. Estamos simplemente ante una identidad contable, lo que entra debe ser igual a lo que sale, pero eso no indica nada sobre cuál es la causa y cuál el efecto.

Podría ser incluso al revés. Podría ser que invertir en el «boom» inmobiliario del Sur durante los primeros años 2000 fuera una opción racional para los capitales del centro a la vista de las expectativas de beneficios. Por supuesto, estos flujos financieros facilitaron las exportaciones de mercancías del centro a la periferia, reforzando así la tendencia, pero desde luego no como un resultado buscado de forma expresa. De hecho, mientras aumentaban las inversiones financieras en los países del sur de Europa, la participación de los mismos en el superávit comercial alemán cayó entre 1999 y 2008 del 40% al 31,3% (Simmonazzi, 2013).

Esta corriente de inversiones financieras en forma de préstamos alimentó el consumo y la inversión inmobiliaria en la periferia fomentando la inflación en la misma mientras proporcionaba temporalmente beneficios a todas las partes: promotores, contratistas y banqueros de aquí y de fuera. Pero dar por supuesto que fueron los beneficios generados por la exportación a la periferia de la UE los que se reciclaron en préstamos a la misma ni siquiera cuadra con las cifras. De hecho los economistas norteamericanos Galina Hale y Maurice Obstfeld muestran como desde el lanzamiento del euro los bancos de los países centrales aumentaron su endeudamiento con los centros financieros situados en los EEUU y el Reino Unido (Hale, 2014). ¿Qué quiere decir esto? Que los bancos alemanes, holandeses, franceses y belgas tomaron dinero prestado de los centros financieros para prestarlo, a su vez, a la periferia. Es decir, que lo que se produjo fue una masiva inversión desde el centro a la periferia muy por encima del ahorro generado por las exportaciones en el centro.

Lo cual nos lleva a otra identidad contable y sus posibles interpretaciones en términos de causa-efecto: la que relaciona inversión con beneficio. En la interpretación de Kalecki, la inversión genera el beneficio; mientras que la interpretación de Marx afirma lo contrario, es el beneficio el que anima a la inversión. Siguiendo esta segunda interpretación podemos comprender mejor la evidencia en la que se apoyan Hale y Obstfeld. Los préstamos no dejan de ser capital ficticio pero permiten extraer una parte del beneficio generado en la actividad productiva que financian. Hasta tal punto era rentable que los bancos del centro pidieron prestado por encima de los superávit comerciales.

De este modo, los déficits comerciales de la periferia pueden entenderse como el resultado de estos flujos de capital que animaron tanto las importaciones como la inflación en los países del sur. Serían, por tanto, estas elevadísimas tasas de inversión en busca de beneficios las que, como en su día propuso Anwar Shaikh (Shaik, 1999), incentivaron el diferencial de inflación de la periferia deteriorando aún más los tipos de cambio reales y así la balanza comercial. O dicho de un modo más simple, la competencia capitalista no es una competencia mercantil en busca de mercados sino la competencia de capitales en busca de rentabilidad, siendo la producción de mercancías una de las alternativas pero no la única. Lo verdaderamente rentable no era vender BMWs en España sino financiar el ladrillo.

 

La simbiosis entre los capitalistas del centro y la periferia

¿Por qué los capitalistas de toda la UE comparten el mismo entusiasmo acerca de las políticas deflacionistas que se atribuyen a la intransigencia alemana? En concreto, ¿por qué la burguesía griega, portuguesa o española apoyan estas recetas tan estrictas? Quizá la explicación venga de que la Unión Monetaria no es más que un paso lógico adicional en todo el proceso de integración europea, cuya razón de ser no es otra que la de agudizar la competencia como vía para favorecer la acumulación de capital. Esta es la explicación que dan Milios y Sotiropoulos (Milios, 2010) cuando afirman que, cuando un país capitalista ha alcanzado un cierto nivel de desarrollo, la exposición a una competencia internacional más intensa resulta la estrategia apropiada para imponer el poder burgués sobre la clase trabajadora y deshacerse de los competidores ineficientes. Así nace una «simbiosis» entre las distintas fracciones geográficas del capital, centrales y periféricas.

                En este sentido podemos interpretar a la UE como el soporte institucional de esa simbiosis; un conjunto de reglas y compromisos compartidos para hacer avanzar esta estrategia de afirmación del poder del capital. Es importante destacar que esta estrategia no mira al territorio de la UE como si este fuera una especie de «espacio natural» de expansión y valorización del capital europeo, sino que se enfoca en la acumulación a nivel mundial. Contrariamente a lo que se pretende, el «mercado común» no es el objetivo, sino que lo es el mejorar las condiciones para acceder a los mercados globales. Apuestas como el TTIP o el CETA sólo se explican si se desvela la ilusión del Mercado Único como finalidad principal del llamado proceso de integración europea.

Esta es la razón por la que gran parte del esfuerzo de la UE se dedica al seguimiento de las reformas permanentes con el objetivo señalado por la estrategia de Lisboa: convertir a la UE en la economía más competitiva del mundo. No debe extrañar, por tanto, que los mecanismos para prevenir los desequilibrios internos en la UE sean tan escasos mientras que todo el esfuerzo se ponga en mejorar las condiciones para la competencia a escala global.

Existe un debate en torno a si el euro ha influido o no en el comercio entre los miembros de la UE como se prometía en los años 90 (Glick, 2015). Pero el hecho indiscutible es que desde su entrada en vigor se ha producido una nada desdeñable reconversión de todos los sectores productivos europeos. Al carecer de la posibilidad de una devaluación competitiva de la divisa, no hay otra forma de competir que a través de la reconversión permanente. Está reconversión ha producido cambios importantes en el contenido de la actividad productiva tradicional de los países, abandonando la producción y concentrándose en las actividades de cabecera o de cola, como el diseño, el marketing o la distribución. Junto con ello, una serie de fusiones y adquisiciones así como la deslocalización y la subcontratación.

Esta es la verdadera explicación del aumento del comercio intra-sectorial tanto dentro como a través de las fronteras de la UE como consecuencia de la fragmentación de los procesos productivos que la reconversión ha propiciado y no el efecto directo de la moneda única cuya única finalidad ha sido la de evitar la devaluación competitiva como herramienta de política comercial que podría ralentizar la propia reestructuración.

Pero hay un segundo efecto muy relevante de la moneda única: la intensificación en la integración financiera muy por delante de la productiva. Ya hemos citado como los bancos de los países del centro (Alemania, Francia, Bélgica) canalizaron los fondos depositados en centros financieros internacionales hacia la periferia. Lo interesante aquí es tomar nota de que, en ausencia de esta capa de intermediación envuelta en el euro, esos fondos no hubieran ido nunca a los países periféricos. La desaparición de las diferencias entre los tipos de interés requirió un paso adicional para limitar el riesgo. La firma del Pacto de Estabilidad por parte de los miembros de la eurozona supone comprometerse al cumplimiento de unas reglas fiscales políticamente definidas para eliminar cualquier resto de «riesgo moral» (Sotiropoulos, 2012). Esta es una sobre-determinación asumida voluntariamente por las burguesías periféricas para igualar aún más el terreno de la competencia creado por la libre circulación de capitales desde el tratado de Maastricht.

 

Teoría y práctica de las políticas de convergencia de la UE

Grecia se incorporó a la CE en 1981; Portugal y España siguieron en 1986. Desde entonces se ha debatido mucho la existencia o no de convergencia de estos países relativamente atrasados con los del centro de la Unión. Probablemente, lo mejor que pueda decirse es que se ha tratado de un camino accidentado (Aiginger, 2004). Hasta que llegó la crisis y el camino desembocó en un precipicio. El propio BCE admite que la convergencia entre los países de la primera zona euro ha sido escasa (ECB, 2015). Puesto que sus propias teorías predicen que las condiciones de libre mercado llevan a la convergencia, el BCE no tiene más remedio que recurrir a los «fallos de mercado» para la explicación de esta divergencia: las externalidades, la inadaptación del «capital humano» (la famosa empleabilidad), la falta de inversión en I+D, las asimetrías de información y el diseño institucional erróneo que provocarían el «capitalismo de amiguetes» y la corrupción. De este modo el pensamiento económico ortodoxo resuelve muchas de las críticas de la economía heterodoxa integrándolas mediante el empleo de sofisticadas funciones de producción convenientemente aliñadas con los correspondientes aditamentos matemáticos de las «nuevas teorías del crecimiento».

Apoyándose en este diagnóstico se puede justificar la intervención pública. Y dos son las vías de intervención predicadas: las políticas de «factores» y la reforma institucional. Las primeras son el corazón de las políticas regionales de la UE y de los fondos estructurales desde 1988. Las segundas son las que empujan en la dirección de la liberalización y la desregulación crecientes; justo lo contrario de las expectativas de los pueblos español, griego y portugués en el momento de la adhesión que no eran otras que alcanzar el «modelo social europeo».

Ya en 2004, antes de comenzar la crisis, se verificó en el segundo informe Kok que los supuestos objetivos sociales de la Agenda de Lisboa eran inalcanzables. A pesar de ello siguen vivos en los sueños de los progresistas bien intencionados que, cuando se enfrentan a la realidad en que se ha convertido el «modelo europeo», responden que lo que falta es voluntad política para una intervención pública a fondo. De esta forma en el fondo recuerdan a los ultra-liberales cuando sostienen que los pretendidos beneficios del libre mercado no se alcanzan por no aplicar a fondo sus recetas y recomendaciones.

Pero todo esto son cortinas de humo ideológicas. La explicación más ajustada es que la intervención pública por parte de la UE está determinada por los intereses de las clases dominantes del centro y la periferia. De nuevo, la simbiosis. Así, los grandes proyectos de infraestructuras financiados con fondos europeos proporcionan mercado a los fabricantes de material de transportes del centro y a las grandes empresas de obras públicas de la periferia. Los fondos para el medio rural permiten mantener las coaliciones de clase dominantes a la vez que la agricultura se somete a los circuitos agroalimentarios globales.

Las palabras mágicas son «horizontalidad» y «política de factores». La realidad es la inserción de los intereses de siempre en la tendencia general ya que en la práctica todas las políticas horizontales son verticales. Como todas las teorías económicas ortodoxas, las teorías del crecimiento invocadas por la UE, a pesar de toda su parafernalia pseudocientífica, no son más que una coartada de las políticas de clase (Herrera, 2012).

 

¿Cómo les ha ido a las burguesías periféricas en este marco? Ejemplos desde España

Ancladas en un subdesarrollo histórico, las características periféricas de España, Grecia y Portugal no han hecho otra cosa que consolidarse y no sólo durante la fase expansiva. Incluso la convergencia aparente en términos de PIB por habitante en el periodo previo a la aparición del euro debe examinarse para ver qué había detrás.

Los tres países se incorporaron al Mercado Común en un momento de reorganización de la división internacional del trabajo tras la crisis de los años setenta. En este contexto, la reestructuración del tejido económico pre-existente en esos países consistió, bien en su desmantelamiento directo o bien en adquisiciones por capitales foráneos que luego vaciaron de contenido las actividades productivas. A pesar de ello, al menos en el caso español, la clase burguesa prosperó en esta reestructuración, primero beneficiándose de los flujos de fondos estructurales y las privatizaciones y, posteriormente, explotando el diferencial entre tasas de interés nominales uniformes y la mayor inflación española. Durante este tiempo, las estructuras productivas españolas sufrieron una gran transformación sometidas a la intensificación de la competencia y las reglas que llevaron al euro, pero esta transformación fue coherente con la trayectoria histórica del capitalismo español. Razón por la que la fracción dominante del capital español ha cambiado poco desde los tiempos del franquismo (Recio, 2009).

En primavera de 2011 tuvo lugar un significativo encuentro entre Rodríguez Zapatero y cuarenta representantes empresariales seleccionados entre lo más granado de esa fracción [2]. El objetivo de la reunión era debatir la implementación del Pacto por el Euro. No sólo no salió ninguna palabra discordante de dicho encuentro sino que Zapatero fue animado a proseguir con las reformas sin desmayo. Nada tiene de particular que las élites españolas se mostraran tan proclives a estas políticas ya que les había ido muy bien con ellas hasta el momento.

El éxito de la inserción en las nuevas estructuras europeas y globales de la burguesía proveniente en la economía cerrada del franquismo ha sido notable. Básicamente ha consistido en liberarse de sus compromisos industriales del pasado y concentrarse en los negocios que mejor se les da: banca, construcción y todo tipo de actividades anteriormente públicas. Para ello se sometió a un proceso de ajustes, fusiones y privatizaciones en el primer periodo de acceso a la Comunidad Europea. Durante el mismo, el ritmo de desregulación y apertura se sincronizó con la reorganización interna mientras los Fondos Estructurales pavimentaron el camino. De este modo, cuando el euro entró en funcionamiento las grandes empresas españolas estaban preparadas para obtener financiación a unos tipos de interés inimaginablemente bajos hasta aquel momento.

En estas condiciones se desencadenó un proceso de internacionalización sin precedentes, hasta el punto de que en la actualidad existen 2.000 empresas transnacionales con base en España. La evolución de estas multinacionales españolas es diferente de las basadas en países centrales; no sólo su expansión inicial no se basaba en su capacidad tecnológica sino que su actividad se focalizó en una o dos regiones, particularmente en América Latina. Armadas con su experiencia de décadas de connivencia con la Administración española fueron capaces de ganar aquellos mercados en los que esta capacitación resulta clave, convirtiéndose en líderes a escala europea. Así hemos llegado a una situación en la que sólo 3 de las 35 compañías que forman el IBEX 35 tienen menos del 50% de su volumen de negocios en el extranjero; Bankinter, Banco de Sabadell y Red Eléctrica.

Esta historia de internacionalización se puede contar no sólo de los casos más conocidos, como el Banco de Santander o Telefónica, sino también de otros sectores tradicionalmente controlados por la oligarquía y de enorme importancia en el tejido social en determinadas zonas del Estado. Por ejemplo, el caso del sector del aceite de oliva. Aquí también los fondos europeos (en este caso el FEOGA-orientación y la OCM del aceite) han servido para transformar profundamente un sector tradicional, con consecuencias importantísimas tanto en la economía de muchas comarcas como en el medio ambiente y el empleo de los recursos naturales (Delgado, 2014). Ahora, Deóleo, la mayor compañía aceitera de España es una multinacional de las grasas alimentarias bajo el control de un fondo de inversión británico, CVC Capital Partners. Las compañías embotelladoras de la célebre Coca-Cola, nacieron de la mano de grupos de caciques terratenientes como los Mora Figueroa. Hoy, fusionadas todas en Coca Cola Iberian Partners y encabezadas por el clan catalán de los Daurella, forman un gran grupo multinacional con participación de la matriz americana y con las consecuencias sociales que conocemos. Todo esto muestra el grado de inserción del capital español en el circuito mundial de la reproducción del capital.

Tal como lo plantea Lutz Brangsch, la integración europea afecta a todo el circuito de reproducción del capital y los agregados macroeconómicos nacionales no proporcionan una imagen adecuada  (Brangsch, 2012). El PIB per cápita puede mantenerse igual mientras que la base del ingreso puede cambiar totalmente, lo que conlleva requisitos completamente distintos para la reproducción del capital como se aprecia en el caso español.

Para concluir este apartado cabe enfatizar que las medidas agregadas de comportamiento económico, como es el caso del indicador de convergencia más empleado, el PIB por habitante, no cuentan toda la verdad sobre las transformaciones experimentadas por las economías periféricas debido a la naturaleza fractal de las desigualdades y desequilibrios en el capitalismo globalizado. Esta historia de supervivencia y adaptación de las clases dominantes debe servir de advertencia contra posiciones «nacionalistas» a la hora de plantearse los desequilibrios en la UE. Igualmente señala los límites de las políticas de convergencia en los países periféricos, mientras se mantengan las actuales relaciones de poder.

 

¿En qué consiste un cambio del modelo productivo en la periferia del sur de Europa?

Si queremos tener una mejor comprensión de los problemas de la periferia europea deberemos volver los ojos a las «viejas» ideas de la economía del desarrollo, por supuesto de manera crítica. Del mismo modo que el marginalismo surgió como la cura de las peligrosas derivaciones que a las que conducía la economía clásica, así surgieron las teorías del «crecimiento endógeno» como sustitutivas de los conceptos de polarización, centro-periferia y dependencia. Sin embargo, estos conceptos, hoy abandonados, proporcionan la base para una intervención pública con significado real y coherente con una política práctica precisamente porque no se basan en las absurdas premisas de la economía neoclásica. De hecho, y con independencia de en beneficio de quién se hizo la intervención, fue la ignorancia de estas premisas, delibrada o casual, por parte de los ejecutores de la política la que posibilitó los conocidos éxitos del este de Asia durante la segunda mitad del siglo pasado (Chang, 2002).

Actualmente, el debate sobre el «cambio de modelo productivo» está centrado en la selección de las alternativas sectoriales adecuadas. Todas las propuestas coinciden en señalar a la reconversión ecológica de las actividades convencionales, las energías alternativas, el sector bio-sanitario y la economía del cuidado como prioridades, todo ello con su correspondiente dosis de I+D y nuevas tecnologías. El problema con estas propuestas es que la parte contraria piensa exactamente lo mismo; algo que no es extraño puesto que los valores de cambio necesitan valores de uso, la demanda no cae del cielo.

La consecuencia es que la opción sectorial por si misma no marca la diferencia. Si ahondamos en el análisis nos aparecen nuevas paradojas. Así están los problemas relacionados con lo que Best llama las «estructuras sociales de consumo» (Best, 2013) que son decisivas para el patrón español de crecimiento. Un nuevo modelo productivo debe romper con esas estructuras que incluyen los insostenibles modos de urbanización,  de transporte y de empleo de la energía y los recursos naturales. Lo mismo cabe decir del sesgo de género de nuestro insuficiente estado del bienestar sustituido por el trabajo y cuidado doméstico (femenino). Cambiar estas estructuras es una tarea enorme, que debe abordarse desde políticas públicas estratégicas, con participación popular y transparencia para evitar ser capturados por los intereses de las élites.

¿Debe la periferia intentar «alcanzar» al centro? ¿De qué forma? Esto introduce la cuestión de la inserción en el comercio internacional en base a factores competitivos diferentes del bajo coste de la mano de obra y, por tanto, la recualificación del tejido productivo de la periferia. Y, por tanto, la cuestión de la industrialización. Pero he aquí de nuevo la paradoja: en el caso español debe recordarse que los mayores exportadores son precisamente las firmas industriales, la mayoría de las cuales están totalmente integradas en las denominadas cadenas internacionales de valor (automóvil, química y derivados del petróleo, alimentación…). Estas compañías pertenecen a grupos multinacionales y operan de tal modo que deben tenerse en cuenta los límites a una «recualificación tecnológica» en el actual contexto de exceso de capacidad productiva, por no hablar de los límites a la mejora tecnológica de los componentes subordinados de una estructura jerarquizada (Sánchez, 2015).

En relación con el comercio internacional, un interesante trabajo sobre las cadenas globales de mercancías (Piana, 2006) refleja los siguientes datos que exponen la posición española en las mismas: España necesita a Alemania y a Francia como proveedor y como comprador, mientras que sólo Francia necesita a España como proveedor. La relación inversa se da con Portugal, Marruecos y Argelia; todos ellos necesitan a España como comprador y como proveedor, mientras España sólo necesita a Portugal como destino de sus exportaciones. Italia y España se necesitan mutuamente. Grecia está desconectada de los dos países ibéricos.

Podría ser que el camino a seguir fuera un reequilibrio de estas relaciones, mediante una integración menos desigual de los países a ambas riberas del Mediterráneo para contrarrestar la posición dominante de los países del centro (Vasapollo, 2011). Pero esto implica también una transformación política de alcance. No cabe esperar que, por ejemplo, el actual sector financiero español contribuya a esta reorientación. Son necesarias nuevas instituciones y nuevas relaciones de fuerza tanto a nivel nacional como internacional para promoverla.

 

Para poder avanzar…

Al final tropezamos con la debilidad latente del enfoque de la dependencia: ¿Quiénes son los agentes del cambio? A estas alturas debería resultar obvio que desde luego no lo serán los actuales capitales en simbiosis.

Ni la apelación a la soberanía nacional, por el lado de la periferia, ni a la coordinación y federalismo fiscal, por el del centro, tienen ningún efecto en el momento actual. Aunque existen múltiples contradicciones sobre la mesa como manifiesta el reciente caso británico, la tendencia dominante es mantener unido al núcleo duro de la integración europea por encima de las disfunciones.

No debe descartarse la eventualidad de una agudización de dichas disfunciones especialmente entre los países del centro (entre Italia y Francia de una parte y Alemania y sus aliados de otra) pero en el caso de la periferia esas contradicciones pueden derivar a rupturas internas como la «cuestión catalana» o la dialéctica Norte-Sur en Italia, antes que a una «salida nacional».

Ante esto, mi opinión es que hay que construir la unidad de acción contra el euro entendiendo a este como un mecanismo, como el soporte de las políticas de la simbiosis capitalista, aunque eso suponga dejar a un lado temporalmente la cuestión de «la» alternativa a la moneda. Aunque sólo sea por lo visto en Grecia; que muestra no sólo que no existe de momento un Plan B para la salida inmediata del euro sino, lo que es más importante, que el pueblo griego no la ve, lo que probablemente pueda decirse del resto de pueblos del Sur. Es un error, por lo tanto, fetichizar a la divisa.

Si la economía mundial entrara en una nueva recesión como podrían dar a entender los hechos más recientes, habría que trabajar por aprovechar la fragilidad en que eso situaría a los partidarios del ajuste permanente para provocar una crisis en las estructuras europeas y nacionales. Denunciando la deuda y reclamando un proceso europeo democrático por fuera de las instituciones actuales que han quedado desacreditadas, quizá como propone Catherine Samary (Samary, 2015), y no empeñándose en la reforma de lo irreformable.  Como esto se desenvuelva posteriormente en relación con la moneda dependerá de la correlación de fuerzas y las trayectorias más o menos divergentes de los diferentes países.

Mientras tanto se debería tener en cuenta otra lección aprendida de Grecia. No hay cambio en las relaciones externas sino se produce también en las internas; esa es la lección de la simbiosis: el enemigo está dentro. En relación con el cambio de modelo deben desarrollarse estrategias que tengan en cuenta que no se trata de un problema de orientación sectorial sino de agentes y de formas. Se precisan experiencias de democracia económica, instituciones financieras y monetarias alternativas, economía social y solidaria, planes de empleo público, auditoría ciudadana, control social, comercio justo y todo tipo de prácticas para crear «espacios de libertad» frente al euro y sus reglas. 

Esta es la única manera de romper las dependencias impuestas por las estructuras sociales de producción y consumo. Por supuesto, esto no quita la necesidad de la planificación democrática centralizada y la socialización de las ramas básicas de la economía junto con alguna forma de «autocentramiento cooperativo» entre países al estilo de los propuestos en su día por el movimiento de países no alineados. Pero si los agentes del cambio tienen que ser las clases trabajadoras y populares se necesita una respuesta activa por su parte y esta solo puede ser el resultado de la práctica. Los espacios de libertad conquistados a nivel municipal deben convertirse en campos de experiencias.

 

Referencias

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