Los feminismos se hicieron masivos. Su presencia en el espacio público es contundente, aún hoy en medio de la crisis causada por la pandemia del COVID-19. Sus manifestaciones públicas, convocadas y sostenidas en la actualidad por las redes sociales, se multiplican y exceden ampliamente las históricas fechas y expectativas. Las demandas feministas ya no involucran sólo a las mujeres, ni a lo que tradicionalmente se consideró como «temas de mujeres». Hoy cualquiera puede ser feminista, así como casi cualquier tema de la agenda pública puede ser analizado desde una perspectiva feminista.

Las implicancias de esta interpelación desmesurada están despertando fuertes reacciones y cierto recelo en diversos sectores sociales, aunque no exclusivamente entre los más conservadores. De hecho, las reacciones más sorprendentes del crecimiento exponencial de los feminismos quizás se encuentren entre quienes se reconocen a sí mismas como feministas. En lo que sigue quisiera abordar este inusual y paradójico escenario, polemizando con algunas de las interpretaciones que predominan a la hora de comprender y posicionarse sobre este desborde feminista. En concreto, mi indagación se orienta a cuestionar ciertos presupuestos y operaciones interpretativas que se sostienen desde algunos abordajes hacia el fenómeno populista y sus recientes vínculos con los feminismos, como un modo de abordar la política feminista y su (im)propiedad.

 

¿Populismos feministas? Mezclas que hacen ruido

Uno de los principales efectos del exceso de límites del feminismo, como advertíamos anteriormente, es que ya no les pertenece sólo a las mujeres, ni siquiera a las feministas. Es decir, la marea feminista no obedece exclusivamente a una mera extensión de demandas, históricamente reconocidas como «feministas», como pueden ser la demanda por el derecho al aborto o una vida libre de violencia de género. En realidad, son cada vez más las demandas históricamente ajenas a los feminismos que hoy se tiñen de feministas, que se mezclan y, de ese modo, contaminan lo que históricamente conocíamos como feminismo.

Visto de otra manera, podríamos advertir que la masividad de los feminismos no obedece exclusivamente a la extensión de demandas o identidades de género al interior de los feminismos. La extensión también responde a la mutua imbricación entre tradiciones e ideologías políticas. Es decir, a la rica y tensa variedad de tradiciones políticas históricamente vinculadas a los feminismos —socialismo, liberalismo, anarquismo, marxismo— hoy se suman nuevas e inesperadas conjunciones, entre ellas, el populismo.

No ha sido usual la indagación en torno al peculiar nexo que se establece entre el populismo y los feminismos. Aunque este escenario viene mutando a un ritmo acelerado, no sólo por la actualidad y pregnancia de los feminismos, sino también debido al «momento populista» en alza que, desde algunos enfoques, estaríamos atravesando (Mouffe, 2018; Brubaker, 2017) [1].

Lo cierto es que, aun reconociendo la efectivización de este cruce, la mayoría de los abordajes suelen considerarlo forzado o inconsistente. Por un lado, porque la comprensión populista del «pueblo» habilitaría cierta indistinción de género. Como señala una de las referencias más citadas, el populismo no llega a tener «una relación específica con el género; de hecho, las diferencias de género, como todas las demás diferencias dentro del ‘pueblo’, se consideran secundarias, si no irrelevantes, para la política populista» (Mudde, Rovira Kaltwasser, 2015:16). Este tipo de lectura advierte que, aunque la equidad de género pueda estar en la agenda populista, nunca llega a ser un asunto central de su proyecto político (Emejulu, 2011); su importancia fluctúa según el contexto.

Desde otras perspectivas, el lazo entre populismo y feminismo vendría a ser directamente forzado, porque son polos opuestos del espectro político (Kroes, 2017; Roth, Baird, 2017). Como se suele señalar, las versiones más recientes de populismos de derecha son abiertamente misóginas y sexistas, se oponen al matrimonio de personas del mismo sexo, al aborto e, incluso, a los estudios de género (Korolczuk, Graff, 2018; Mayer, Šori, Sauer, 2016). Pero hasta en los populismos de izquierda habría aspectos centrales que los constituye como esencialmente contrarios al ideario feminista [2]: la tendencia homogeneizante o antipluralista de su narrativa política, estructurada en términos confrontativos y antagónicos entre dos bloques —las elites y el pueblo—, es el primero. Si bien los feminismos también suelen referirse a la dominación masculina en términos dicotómicos —como un eje que divide a la sociedad en grupos dominantes (varones) y subordinados (mujeres)—, la lógica populista obliteraría las prácticas políticas interseccionales propia de los feminismos de la última ola (Emejulu, 2011; Roth, Baird: 2017). Es decir, no habría lugar para las múltiples diferencias que intersectan fruto de la dominación, no sólo del patriarcado, sino también del capitalismo, del racismo, de la heteronorma o del colonialismo, entre otras fuentes de opresión. El hecho de que esa polarización se haga en términos confrontativos y/o agresivos sería otro de los rasgos distintivos con el feminismo, que se vincula con el que más se insiste: el culto al líder. Aun habiendo mujeres en roles protagónicos en las gestiones y/o partidos populistas que se analizan, parece haber un acuerdo unánime en señalar que la centralidad que adquiere el líder masculino, carismático y paternalista, como aspecto definitorio de los populismos, es uno de los rasgos que definitivamente lo apartan del feminismo. No sólo porque la práctica política feminista insista en la horizontalidad —organizativa y en la toma de decisiones— en constante cuestionamiento a la política jerárquica y representativa, sino porque esos rasgos son precisamente los que caracterizan la hegemonía masculina de la política (Kantola, Lombardo; 2019). Es decir, la concepción de la política que prima en el populismo —jerárquica, carismática, agresiva, polarizada— sería una versión prototípica de los valores masculinos que los líderes populistas abiertamente promueven y representan (Löffler, Luyt, Starck, 2020).

 

Populismos en singular

Uno de los efectos de la multiplicación de indagaciones sobre el populismo es la posibilidad de advertir que su imprecisión y ambigüedad no son sólo rasgos que lo constituyen, sino también parte de las condiciones de posibilidad de su propia expansión como categoría analítica. Es decir, y como ha sido señalado por Ernesto Laclau, la vaguedad e indeterminación no son sólo atributos propios del populismo, sino rasgos indisociables de nuestra realidad social. En ese marco, nuestra tarea no debería consistir «tanto en comparar sistemas de ideas en cuando ideas, sino explorar sus dimensiones performativas», en contextos definidos (Laclau, 2005:28). A la luz de la expansión de experiencias reconocidas como populistas en todo el mundo, nuestra tarea ha de orientarse a la comprensión de las condiciones singulares por las que el populismo fue capaz de construir sentidos políticos relevantes -incluso para los feminismos- y desde allí atender su potencial y limitaciones. El establecimiento de principios generales sólo ocluye la atención a las circunstancias específicas por las que ciertos rasgos comunes entre experiencias disímiles adquieren sentido. Detengámonos un momento a precisar esto.

Como apuntamos al comienzo, uno de los rasgos cuestionados del populismo es la apelación indistinta que remite su referencia al «pueblo». Aunque son los populismos quienes hoy han hecho de su invocación un rasgo propio, la referencia al pueblo ha sido recurrente en múltiples ideologías y tradiciones políticas, desde la revolución francesa en adelante. En este marco, no deja de ser llamativo que desde diversas interpretaciones se acuerde que la propia apelación al «pueblo» se considere, como principio, ajena a la práctica política de los feminismos. Como advertimos con anterioridad, una de las razones que sostiene este extrañamiento, aparentemente extendido, es que la referencia al pueblo sería indistinta, en términos de género, y que se inscribe de manera antagónica y homogeneizante. Por un lado, se señala que la indistinción disimula la desvalorización de las cuestiones de género, su relativa prescindencia o eventual manipulación en la agenda política del momento [3]. Por eso, las propuestas populistas que se erigen como feministas —o alineadas a los feminismos— se interpretan como contradictorias o ambivalentes; en otras palabras, no se tomarían al feminismo en serio. Por otro lado, se cuestiona la división antagónica y homogeneizante que opera en el populismo como un modo de subestimar la opresión de género, frente a otros conflictos sociales. El antagonismo privilegia y jerarquiza sólo un tipo de opresión sobre otras y anula, de esa manera, la posibilidad de atender a las múltiples diferencias —y luchas sociales— que intersectan.

Ahora bien, hay ejemplos llamativos desde estos mismos estudios donde se puede advertir que la apelación al «pueblo», a pesar de ser indefinida —como uno de sus principios definitorios más potentes (el llamado puede orientarse a cualquier sector social)— produce una interpelación que siempre es definida (el llamado convoca a unos sectores sociales más que a otros), y ese llamado adquiere sentido en un contexto singular [4]. Pasemos a analizar ahora un momento el modo en que ciertos populismos de derecha en los países nórdicos europeos adoptan o proponen políticas de género. En general, estas políticas se conciben como «contradictorias» o «ambiguas» porque, a la par de un posicionamiento liberal a favor de los derechos de las mujeres y la equidad de género, promueven políticas conservadoras promotoras de la familia tradicional y sus roles de género (Mayer, Ajanovic, Sauer, 2014; Emejulu, 2011). Pero la contradicción se constata sólo si esas políticas se desvinculan de sus condiciones de emergencia. Esto es, las experiencias populistas referidas sostienen políticas liberales que promueven los derechos de las mujeres, no tanto por una convicción alineada a los feminismos y sus demandas, sino en contra de ciertos flujos de inmigración y lo que conciben como una «islamización de Europa» (Mudde y Rovira, 2015). Lo mismo ocurre con la promoción de la familia tradicional y sus valores: más que obedecer exclusivamente a una postura «antifeminista”, es una interpelación que busca atemorizar sobre el declive demográfico de la población nativa frente a la inmigrante, y/o reforzar ciertos valores que se conciben como propios de una cultura-nación. Ni siquiera la apelación al pueblo en estos casos es indistinta, ni se polariza exclusivamente en términos binarios y homogéneos. Como advierten ciertos estudios indagados, hay una definición muy precisa —«interseccionalismo exclusivo», denominan a esta operación— en la construcción del pueblo y su enemigo, en términos de etnia, religión, nacionalidad y sexualidad (Mayer, Šori, Sauer, 2016; Norocel, 2013). 

A una conclusión similar podemos llegar a partir de los análisis efectuados sobre los populismos de izquierda, tanto los provenientes de América Latina, como el caso del estado español, por ejemplo. Analizando el modo en que Evo Morales, Hugo Chávez o Pablo Iglesias se han posicionado en torno a las cuestiones de género, se concluye que sus posicionamientos han sido «ambivalentes» a pesar de que sus líderes —en mayor o menor medida— explícitamente se alinearon y promovieron la agenda de agrupaciones de mujeres y feministas de sus países. Por un lado, porque sus posturas no se tradujeron en equidad de género en los cargos representativos y su lenguaje nunca dejó de ser «masculino»: las palabras usadas, los chistes, el tono vulgar, son algunos de los factores que se señalan como propios de la masculinidad hegemónica reproducidos por los líderes populistas (Kantola, Lombardo, 2019; Caravantes 2018; Mudde, Rovira Kaltwasser, 2015). Por el otro, porque aun cuando en sus discursos hayan reconocido y valorizado positivamente el rol de las mujeres en la política, reprodujeron los estereotipos y prejuicios de género tradicionales vigentes en la cultura patriarcal latina y de Europa del sur —las mujeres como madres, cuidadoras, esposas y amas de casa (Verge, 2013; Mudde, Rovira Kaltwasser, 2015; Lombardo, 2017)—  [5]. Ahora bien, si atendemos que desde estos mismos enfoques se advierte la importancia de la cultura nacional o el contexto político a la hora de comprender las implicancias del vínculo entre populismos y feminismos, ¿desde qué criterios se afirma la ambivalencia de sus efectos?, ¿desde qué feminismos se posicionan para llegar a este tipo de conclusiones?

 

«Feminismos» hay uno solo

Uno de los rasgos definitorios de los feminismos, que ha estado presente a lo largo de toda su historia, pero se hizo particularmente manifiesto en la actualidad, es su heterogeneidad constitutiva. La usual referencia en plural, como «feminismos», constata que es uno de los atributos que más se reconoce entre les activistas. Nadie puede hablar «en nombre del feminismo», no sólo por las conocidas críticas a la política tradicional representativa —históricamente erigida por y para los varones cis, blancos y heterosexuales— sino también por la multiplicidad de proyectos feministas en pie. Hay feminismos radicales, socialistas y marxistas, feminismos populares, feminismos negros, feminismos lesbianos, transfeminismos y feminismos comunitarios, por sólo nombrar algunos. Y sus diferencias no sólo hablan de las diferencias que intersectan, en términos sociológicos —como rasgos descriptivos de un sector de la sociedad según su etnia, sexualidad, o color de piel—. Hablan, sobre todo, de proyectos políticos disímiles; proyectos que, a veces, se vinculan en redes y alianzas, y muchas otras se enfrentan en disputa abierta.

En este marco, referirnos al vínculo entre populismos y feminismos abre un dilema que parecería que ninguno de los estudios analizados tuvo el propósito de atender. En la mayoría de las aproximaciones, la referencia al cruce entre feminismos y populismos se despolitiza en una lectura descriptiva —aparentemente neutral— desde la categoría de «género». Es decir, se restringen a contabilizar la presencia de mujeres en los partidos, su participación en cargos directivos, electivos, el perfil de género de sus simpatizantes o electores, las políticas propuestas o implementadas hacia las mujeres o las minorías sexuales, las definiciones de la masculinidad–femineidad en sus discursos, sin vinculación alguna de ese análisis con las demandas o proyectos políticos de los feminismos locales. También se realizan extensiones de sentido de un feminismo sobre el resto, desconociendo o invisibilizando las históricas discusiones habilitadas por los propios feminismos al respecto. Como, por ejemplo, cuando se refieren a la equidad de género como el último propósito del feminismo, o al rol de la maternidad y la responsabilidad en los cuidados en la identificación excluyente de las mujeres, desconociendo los enormes debates e implicancias en la configuración identitaria de los activismos regionales —no exclusivamente situados en América Latina o los países europeos del sur—. Por último, algunos enfoques optan directamente por definir qué entienden por «política feminista», o se refieren a una política más «emancipatoria» que otra, nuevamente, sin atender a las prácticas y definiciones políticas de los feminismos locales, sus proyectos políticos e implicancias, incluida la eventualidad de una alianza con los partidos políticos o las gestiones de gobierno analizadas [6].

Dicho esto, quisiera detenerme en lo que pareciera ser el presupuesto fundamental para sostener la imposibilidad de la articulación entre feminismos y populismos. Si el populismo es la materialización de la concepción hegemónica, tradicional y masculina de la política, la práctica política del feminismo se distinguiría, precisamente, por su configuración enfrentada a esa política. Esto es, si la (vieja) política —«masculina»— se caracteriza por ser representativa, jerárquica, agresiva, —y en el caso de ser populista es, además, polarizada y nutrida de líderes masculinos carismáticos y paternalistas— la (nueva) política feminista se definiría por su contrario: es directa (asamblearia), horizontal, solidaria, interseccional y colectiva. ¿Pero es acaso ésa la forma de la política feminista en los casos analizados?, ¿hay efectivamente una forma (legítima) de hacer política desde los feminismos? ¿qué formas políticas se han ido produciendo e identificando como propias desde los feminismos?

Admitiendo que las respuestas a estas preguntas deben ser obligadamente situadas, basta con un breve recorrido para constatar que la política feminista se ha ido definiendo, no sólo en oposición al «patriarcado» o a los rasgos que históricamente se le fue atribuyendo a la política tradicional hegemónicamente masculina, sino también en contra de proyectos feministas vigentes y alternativos. Por nombrar sólo algunos ejemplos, globalmente reconocidos, la práctica política del feminismo radical emerge en los EEUU como una práctica enfrentada a la experiencia frustrante de muchas mujeres en partidos políticos de izquierda, pero su definición política como radical obedece también a su oposición a las estrategias adoptadas por el feminismo liberal de la National Organization of Women (NOW), así como a la supeditación de la opresión sexual frente a la de clase de algunas activistas marxistas (Echols, 1989). El feminismo italiano de la diferencia de la Librería de Mujeres de Milán se organiza en oposición al imaginario masculino de la diferencia sexual, pero también en contra de la reivindicación de igualdad de derechos para las mujeres propias del Movimento di Liberazione delle Donne (MLD) (Librería de Mujeres de Milán, 1991). El feminismo autónomo latinoamericano emerge en contra de la injerencia estatal y de los organismos internacionales en la agenda y el lenguaje de los feminismos, pero también en oposición a la consolidación del feminismo institucional en la región (Olea Mauleón, 1998). De ahí que: ¿Se puede confluir, atendiendo a estos casos paradigmáticos, en algún tipo de «política feminista» equivalente?, ¿sobre la base de qué experiencias se sostiene que las prácticas horizontales, autónomas, asamblearias, interseccionales son las únicas legítimas entre los feminismos?, ¿es lo propio de la política feminista su enfrentamiento excluyente a la política tradicional «masculina»?

 

En nombre del feminismo: notas sobre su (im)propiedad

Si la masividad de los feminismos nos dio, una vez más, la posibilidad de constatar su conformación radicalmente heterogénea, todavía está en ciernes la manera en que podemos aprehender esa heterogeneidad en términos epistemológicos, pero, sobre todo, políticos. Es decir, ¿cómo descifrar las implicancias de una tradición que alberga en sí misma múltiples prácticas y proyectos políticos?, ¿cómo abordar a los feminismos sin caer en un relato unitario que subsuma la multiplicidad de sus experiencias?, ¿cómo reconocer lo propio del feminismo sin menguar la impropiedad de su carácter?

A modo de ensayo, y como cierre de esta breve exposición, propongo un modo de abordar estas preguntas atendiendo a ciertos modos ya perceptibles de lidiar con esa heterogeneidad.

La primera posibilidad, es estableciendo una restricción a priori de la heterogeneidad aceptable para los feminismos y desde ahí anclar sus horizontes de emancipación. En este escenario de inesperada masividad, algunas referentes de hecho ya han salido a marcar sus fronteras señalando diferencias inaceptables, como que no puede autodefinirse feminista quien se proclame en contra del derecho a abortar (hooks, 2017). Desde una operación similar, y como he procurado advertir brevísimamente en este escrito, también hay múltiples intentos por definir rasgos esenciales al feminismo que lo harían incompatible con algunas tradiciones políticas vigentes, como el populismo. El inconveniente con esta alternativa es que, en realidad, no se asumen las implicancias de las diferencias inherentes a los feminismos y antes bien se las desconoce, o se las deslegitima («eso no es feminismo», «esto sí es feminismo»), asumiendo criterios políticos, que usualmente no se explicitan, o directamente afirmando lo que se considera criterios de verdad —que no dejan de ser políticos, aunque en un plano ontológico—. Pero, ¿no fue precisamente la visibilización e impugnación de esos criterios excluyentes lo que impulsó la interpelación creciente de los feminismos? A diferencia de otras tradiciones políticas que históricamente resolvieron sus pujas y enfrentamientos mediante la adopción de principios doctrinarios o la ruptura y nueva organización de las diferencias, el feminismo se caracteriza por adoptar una vía novedosa. Las diferencias se organizan al interior de sus propios frentes y desde allí se disputa «la verdad» (provisoria) prevaleciente. Y este proceso no desencadena acuerdos unánimes o definiciones de prácticas políticas homogéneas. Las diferencias conviven en tensión, y la tensión genera movimientos, con diferentes ritmos y efectos. La inclusión de la demanda por el derecho al aborto en el Ni Una Menos de Argentina, uno de los frentes feministas emblemáticos del país, no fue el resultado de un principio de identidad feminista, sino de una fuerte discusión al interior de sus filas [7]. La definición de un «feminismo ganador» desde el interior de Podemos no fue fruto de una decisión verticalista de líderes confrontativos, sino parte de un complejo proceso —aún en ciernes— de inclusión de prácticas y demandas feministas a una organización partidaria singular. 

Otra manera de inscripción de las diferencias de los feminismos ha sido la de organizarlas según atributos sociales descriptivos inclusivos, ámbitos o terrenos de actuación y desde allí, establecer la potencialidad de sus estrategias y demandas (más o menos interseccionales, más o menos transversales, etc.). Desde este marco, la heterogeneidad feminista se comprende como un abanico de «experiencias de opresión» identificando la singularidad de los sectores movilizados, según sean mujeres cis, heteros, trans, maricas, obreras, de clase media, indígenas, villeras, gordas, etc. organizadas como feminismos cis, transfeminismos, feminismos gordos, feminismos maricas, etc. Una versión similar, es reconociendo el lugar o ámbito de actuación de los feminismos: feminismos académicos, feminismos sindicales, feminismos partidarios, etc. El problema con esta alternativa es que la inscripción de las diferencias podría ser infinita —y no lo es— y no se llega a comprender en realidad cómo ésta o aquella diferencia devino importante, ni por qué lo hizo como lo hizo —por ejemplo, por qué la «etnia» en algunos casos da pie a «feminismos negros» y «feminismos de color» o, en otros casos, habilita la configuración de «feminismos comunitarios»—. Por otro lado, tampoco es cierto que «todas las diferencias valgan lo mismo», ni que su sola mención habilite la politización esperada de sus demandas. Sólo hace falta atender la agresividad que llegan a adquirir algunas de las proclamas hacia el interior de los debates feministas para comprender que la interseccionalidad no siempre se traduce en la politización de las diferencias, sino más bien al contrario, suele ser un medio para despolitizarlas.

En contraposición a estas alternativas, habría una tercera vía para abordar las diferencias entre los feminismos y los horizontes políticos que se abren asumiendo, como principio, que la heterogeneidad no es una alternativa a ser o no tenida en cuenta —es un hecho político insoslayable, aunque hacerlo no tenga en sí mismo ningún sentido a priori asignado—. Es decir, la heterogeneidad de los feminismos no nos dice qué diferencias han de ser excluidas, ni tampoco afirma que esas diferencias puedan ser infinitas, ni que valgan todas lo mismo. Más bien nos obliga a atender las condiciones por las que ésa y no otra diferencia se hizo relevante para ciertos feminismos y cómo fue que, de hecho, se inscribió con el resto. Lo esencial aquí, ya no es exclusivamente quiénes se nombran como «feministas», ni qué demandas o prácticas políticas llevan a cabo, sino cómo todos esos elementos se vinculan entre sí con las historias singulares que se han ido erigiendo «en nombre del feminismo». Como en cualquier tradición política, la definición de lo que importa no está exenta de conflicto e intentos de subsumir ciertas prioridades sobre otras. En algunos casos, las diferencias son irreconciliables y se visibilizan hasta con el nombre y apellido de sus referentes —como en el manifiesto del «feminismo del 99%» que llama a excluir al 1% del «feminismo corporativo» de Hillary Clinton y Sheryl Sandberg (Arruzza, Bhattacharya, Fraser, 2019)—.  En otros, las diferencias conviven de manera más o menos tensa, en éste o aquél frente, por más o menos tiempo. En cualquier caso, es imposible comprender sus implicancias sin atender cómo y bajo qué forma y condiciones devinieron presentes y valiosas.

 

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