I

La primera vez que coincidí con Juan Carlos fue al principio de los años sesenta. Estábamos los dos matriculados en primero de Derecho. Recuerdo algunas tertulias en el salón de Gran Café Suizo, en la Puerta Real, con algún profesor ayudante de Filosofía del derecho y una serie de alumnos, colaboradores de la cátedra, de lenguaje muy especulativo. Le dije a la salida que yo no soportaba aquel ambiente, ni el ambiente de manada de los alumnos de la Facultad en general. Sin ser todavía del PCE se me trataba como si yo fuera un extraño en el paraíso.

Abandoné Derecho al poco tiempo e ingresé, como auxiliar administrativo, en la empresa Butano, S.A. Después me enteré de que Juan Carlos también había dejado Derecho y se había matriculado en Filosofía y Letras.

A los pocos años solicité a la empresa que me cambiara la función. Empecé a recoger los pedidos telefónicos de botellas de butano en el turno de la tarde y me matriculé en Filosofía. Juan Carlos estaba a punto de terminar la carrera, como alumno universitario ejemplar, con las notas más altas en latín, Geografía o Paleografía, descollando de manera especial en Historia de la Literatura.

Juan Carlos ha relatado que la primera tesis que redactó la rompió al leer a Althusser, empezando una nueva redacción en otra problemática. Yo hice la «tesina» desde el punto de vista de Della Volpe y luchando, como muchos, por poner a Hegel cabeza abajo. Empezaba a desembocar desde mis lecturas sartrianas en la lógica del marxismo. Si a Juan Carlos le cambió la tesis Althusser, a mí me la cambió Juan Carlos.

Era el descubrimiento de una verdadera alternativa a aquel «bipartidismo» cerrado de Kant frente a Hegel, del formalismo frente al contenidismo. Era dable, por tanto, pensar en otra problemática que, a la vez, coincidía con los términos concretos de la revolución tal como la concibió Lenin, por ejemplo en El estado y la revolución, esta vez sin intermediarios, es decir, descontando la versión de Lenin que nos había llegado a través de las publicaciones estalinianas.

A principios de los 70, mientras yo me estrenaba como profesor en el recién creado Colegio Universitario de Jaén, embrión de la Universidad, Juan Carlos ya sonaba como profesor de dotes diferenciales, que confirmaría con la publicación, a mediados de los 70, de Teoría e historia de la producción ideológica. Las primeras literaturas burguesas.

Poco antes había coincidido de nuevo con Juan Carlos en una reunión celebrada, creo recordar, en la casa de Juan de Dios Luque; encuentro que marcaría el viaje de una parte de los asistentes hacia el PSOE y de otra parte hacia el PCE, aunque se dejaron en el aire, por parte de estos, una serie de críticas al personalismo y voluntarismo de Santiago Carrillo.

Juan Carlos militó en la célula Antonio Gramsci, que tenía su área de encuentro en la zona del carril del Picón, donde, entre otros, militaba también Eduardo Castro, que sería quien, ante las dudas con respecto a Javier Egea, avalara a este para que se incorporara al partido y a la célula Gramsci. Por descontado  era una célula que, junto a su capacidad teórica, se caracterizaba por su filo crítico, sobre todo a partir de la fase política que se conoce como Transición. Crítica que, andando el tiempo, no demasiado, por cierto, haría que Juan Carlos abandonara el PCE y se incorporara durante una etapa no excesivamente larga al PCPE.

A mediados de los 70 yo había publicado en Akal mi primera novela, Sobre la autodestrucción y otros efectos, donde Juan Carlos ya aparecía como personaje. Precisamente, en los últimos momentos, una vez corregidas las pruebas, me dictó por teléfono una cita (era un gran rastreador de citas) que no dio tiempo a que porticara el texto pero sí pudo entrar en la contraportada. Era un pasaje del escritor, Pablo Palacio, que se asfixió en Guayaquil de desquiciamiento ideológico y de presión social de clase, y que resumía perfectamente el salto de la transición en aquellos estudiantes que pululaban por la calle Puentezuelas, en torno a la antigua Facultad, y querían caminar, aunque no siempre lo conseguían, por un nuevo territorio de clase y de conciencia.

 

He aquí un producto de las oscuras contradicciones capitalistas, que está en la mitad de los mundos antiguo y nuevo, en esa suspensión de aliento, en ese vacío que hay entre lo estable y el desbarajuste de lo mismo. Tú también estás aquí, pero tienes un gran miedo de confesarlo, porque uno de estos días deberás dar el salto y no sabes si lo vas a hacer de éste o del otro lado del remolino. Mas aquí mismo estás enseñando las orejas, amigo mío, tú, enemigo del burgués, que ignoras el lado en donde caerás después del salto.

 

A partir de los 80 La Tertulia se convirtió en una especie de casa de la palabra, en un crisol nocturno donde se despejaban y afinaban  las contradicciones y la forma de leer el mundo y, sobre todo, la forma de entender la literatura, con Juan Carlos como gran profeta de la nueva lectura. Empezaba a perfilarse lo que realmente era una apuesta que desafiaba a los dioses académicos, barajando la posibilidad de una nueva literatura. En este tono fundacional, perplejo por la evolución de Quisquete (Javier Egea), que se había encerrado unos meses en la Isleta del Moro y volvía con un texto (Troppo mare, que se publicaría en 1984, tras le escritura y la publicación premiada de Paseo de los tristes), saludó Juan Carlos los nuevos poemas de Egea una tarde de Otoño en el salón del Palacio de la Madraza: había cruzado la orilla y hablaba del yo desde fuera, no como expresión de lo profundo-ignoto, como se había hecho desde el Renacimiento. La literatura burguesa, pues, podía generar desde sus propias contradicciones una ruptura, una alternativa, pensada desde la explotación y el dominio. Era otra historia por fin, «otra sentimentalidad».

Lo que pasa es que el  agotamiento de aquella fase se dio de manera muy rápida. Juan Carlos lo sabía y así lo dijo y publicó: que no bien anunciada la nueva forma de producir, todo se acababa, allá por 1983, en pleno festejo de manifiestos y presentaciones; en coincidencia además con la burbuja de «cambio» que anunciaban las sustituciones políticas en los escaparates del poder a partir de 1982.

Surgió entonces, como el estallido irrefrenable de una gran cohetería, la denominada «poesía de la experiencia» y su acompasado sentir con la amalgama confusa y brillante de una «vida» que Egea había transformado en otra cosa: la vida no existía. Quizás Juan Carlos tuvo que mirar hacia otro lado, hacia el punto ciego donde se movían los profesores, y dijo y publicó aquello de que había surgido la poesía de la experiencia, la forma experiencial, y ¿acaso sabía alguien lo que era eso? No se conoce en qué momento escribió Egea aquel papelito que apareció al final en su casa del Zaidín: Los solitarios son esos que le dicen a su amada: me quedo solo pero no me vendo. Y es verdad que algunos sí sabían lo que era la nueva fase poética o, al menos, la teorizaron en «Letra Pequeña» (creo recordar): una poesía distinta (sostenía Álvaro Salvador), que responde a la conciencia media y no se separa de su capacidad de comprensión; poesía más fácil, menos indigesta; la poesía que se corresponde con la historia concreta recién inaugurada; en suma, una poesía (y registraba la palabra totalizante) socialdemócrata.

Se inauguraba un tiempo muy acosado por el mercado, donde las bodeguillas de estrépito y renombre menudeaban. En todo caso es preciso decir que Juan Carlos y su teoría no entraron, aunque él no colisionara con los profesores, en el nuevo terreno experiencial, con el que tuvo que convivir a este lado del paraíso, en Granada, paraíso cerrado para muchos, entre las paredes de la Facultad, con las que nunca dejó de dialogar Juan Carlos (con Granada y con las paredes). Por ejemplo: una inmensa ola de silencio (ese poder tan grande que nadie parece que lo ejerce) saludó la aparición de su gran tratado sobre la teoría e historia de la producción ideológica. Ni una simple recensión. Porque además había tocado el nervio más querido por la ideología crítica dominante al decir, desde el arranque mismo del tratado, que «la literatura no ha existido siempre».                

Su proyecto rompedor estaba en pie, conllevaba el riesgo de la soledad, pero era indiscutible, constatable, aunque, eso sí, tuviera a veces que vadear los linderos de una cierta clandestinidad apoyándose en formas de decir y escribir, en gestos, en relaciones públicas. Un proyecto que chocaba fuera y dentro, una vez había superado sus «compromisos» partidarios y extraído la conclusión de que el compromiso es un ente moral, un fantasma del voluntarismo, una desviación incontrolable del humanismo subyacente; y la militancia, un amor imposible.

La guerra fría, por cierto, lo había aplastado todo y la identificación entre marxismo y estalinismo era una mercancía muy difícil de combatir. Juan Carlos trabajó, a partir de su inmersión en Althusser, en la esquina donde más fuerte golpeaba el viento, intentando poner en pie su discurso en ese terreno al que no habían podido llegar plenamente Marx y los suyos: la ideología. Y haciendo esta referencia creemos enfocar una de las claves del trabajo concreto —radicalmente histórico— del «Teórico».

El sentido común se refiere a la ideología sobre todo desde el punto de vista del funcionamiento político, y así se habla de ella como una especie de «listado» de límites o, de otro lado, de opciones conscientes y públicas que hay que defender. Desde otro punto de vista se ha hablado de ella como de una especie de falsa conciencia, como una suerte de escalón erróneo (y previo) de la ciencia. Realmente, en sentido estricto, es otra cosa. Más bien hablamos de una realidad imaginaria. O de un imaginario sobre la realidad, que funciona como una especie de humus dominante, que no se ve pero está ahí, y se vive, en todos los aspectos, como un sentido común espontáneo que todo lo condiciona. Es decir, nos referimos a la ideología dominante que, por serlo, es la ideología de la clase dominante y que funciona en el seno de una hegemonía social coercitiva y pedagógica. El funcionamiento inmanente lo realiza en forma de inconsciente: esa especie de cultura espontáneo que creemos poseer pero que realmente nos posee y domina.  De un lado, pues, el inconsciente ideológico. Y de otro lado, el inconsciente libidinal. Marx y Freud en la base estructural de esta lógica. Y si es un inconsciente ideológico dominante (de clase y de género: capitalismo y patriarcado), no se trata de adaptarse a él, mimetizarse, si queremos enfocar las cosas desde el punto de vista de una posición revolucionaria. Se trata, más bien, de formalizar, producir, una hegemonía que consiga funcionar como inconsciente antidominante, como alternativa. Es decir, a la cohesión con respecto a las relaciones de producción dominantes, basadas en la explotación y el dominio, hay que oponer la producción de un inconsciente distinto, contra la explotación y dominio, que alcance a funcionar como un sentido común contrahegemónico como base para una problemática basada en otros valores.

Si a esto le añadimos la teoría, magistralmente desarrollada en sus trabajos, de que no es igual el objeto de conocimiento que el objeto real; que el conocimiento no se ve, sino que hay que producirlo; o la teoría de la sobredeterminación entre las instancias económica, política e ideológica, sabiendo despejar en cada caso, desde la historicidad radical de los productos ideológicos, la autonomía real de cada universo; o el anclaje permanente de que es preciso saber analizar y realizar el discurso desde el punto de vista de la explotación y el dominio; si añadimos estas cosas, por ejemplo, habremos entrado de lleno en la caja de herramientas del «Teórico».     

Algo de esto se dijo tras la muerte de Juan Carlos, pero de manera un tanto difusa. En resumen se vino a decir que Juan Carlos nos había enseñado a leer, a leer la parte de atrás del espejo, ese espejo que refleja directamente nuestra imagen, ese espejo que nos da a ver, a «conocer», como si conocer estuviera implícito en el viaje del ojo a la cosa, tal como podemos experimentar día a día a través de las noticias televisivas. Incluso se ha dicho más. Alguien dijo en la radio que desde luego a veces se había intentado confundir la imagen del «Teórico», hablando de comunismo, cuando realmente Juan Carlos era un marxista, se basaba en el marxismo. Y en esta separación de marxismo y comunismo habría que ahondar para llegar a comprender, que tras la muerte de la ilusión en la transformación organizada de la cosas, y del compromiso político, el marxismo, quizás también impulsado por la posmodernidad, se ha convertido realmente para muchos en una filosofía, una filosofía de la teoría, del aprendizaje para saber leer «de verdad». Pero esta es otra historia. No es exactamente la de Juan Carlos. Y si Juan Carlos habló en algún momento de filosofía se refería a lo que este discurso realmente significa: el impacto de la política en el terreno de la teoría. Un texto, la filosofía así entendida, que, queramos que no, compromete y define. Él lo supo bien resistiendo los embates del silencio y la soledad.

 

II

No hace mucho alguien me pidió un artículo para una publicación en homenaje a Juan Carlos. Le dije, sin atreverme a rechazar la petición, que para mí Juan Carlos había sido, sobre todo, un personaje. Insistió el demandante, a pesar de ello. Y le mandé un capítulo de una de las novelas de la tetralogía «Los días de la gran crisis» (Serpentario o la agonía de un régimen). Era, quiero decir, un personaje en sentido fuerte (son mis seres más queridos y por eso escribo sobre ellos, porque sé que así no morirán nunca). Y así aparecía en la primera de las novelas de la tetralogía, Tiempo de ruido y  soledad. Para darle cuerpo al personaje me basé en una entrevista que le hizo Concha Caballero para la revista digital Paralelo 36. Juan Carlos, como nunca había visto hasta ese momento, como no volví a ver en sus posteriores balances (plagados de una cierta «positividad», como si alguien le hubiera llamado la atención), realizaba un balance triste de su trayectoria y de su relación con el mundo actual, una vez superada aquella etapa en la que todos parecíamos estar tocados por el dedo de los dioses, sobre todo el grupo de profesores que durante un tiempo, junto a Javier Egea, convirtieron La Tertulia en la casa de la palabra. A esto me voy a referir ahora sintetizando, y reescribiendo un poco, los apartados de la novela en los que se habla del profesor Gómez Arboleya, que es el nombre ficticio de Juan Carlos Rodríguez. Ficciones para una biografía, se podría decir.

     

El profesor salía poco a la calle. Piso no muy grande: alrededor de 70 metros. Pasillos estrechos, acosados por estanterías repletas de libros. Estanterías de madera cruda, sin barnizar, hasta el techo, con baldas muy ajustadas al tamaño de los libros. Un despacho pequeño, casi ocupado por una mesa acristalada de oficina. Un ordenador, un teléfono de mesa, una lámpara articulada, una taza llena de bolígrafos y lápices. Una percha árbol en el pequeño vestíbulo del piso, con alguna ropa. Colgados un «borsalino» negro, o una panamá color hueso, para el verano. Nunca salía descubierto a la calle. De vez en cuando publicaba algún texto, que había escrito y reescrito durante meses o años. No siempre era fácil colocar las cosas en alguna editorial. Seguía fiel a la editorial Akal, y a la inversa. No quería legitimar apenas algunas cosas. No asistía a casi ningún acto cultural. No quería dar credibilidad con su presencia a las astucias del poder. Esperaba. En silencio. Sin aceptar que se le asignara un nicho cultural. Ahora preparaba un texto sobre la soledad en el capitalismo avanzado y el fin del arte y la literatura. No estaba dispuesto a conceder que el teléfono sonara mucho menos que en tiempos anteriores; aunque no siempre lo descolgaba. Bebía cerveza. Había dejado los licores. Una cerveza algo acaramelada, tipo reserva, en botellas de cristal verde. A veces alguien lo visitaba, y hablaban. Rumiaban largas conversaciones.

Cuando regresó con dos botellines de cerveza y dos copas, X le señaló el balcón cerrado. Quizás había demasiada oscuridad.

-¿La luz cero?

-¿Cómo?

-Que si esta luz tenue, y como inconclusa, es la luz cero.

-Bueno, eso fue algo que se inventó alguien en la Tertulia. Creo que Quisquete…, en aquellos tiempos de gran debate en Granada. Es el momento en que empiezas a sustituir el inconsciente dominante. No sé si refería a su regreso de la Isleta del Moro. Pero, claro, nunca es posible desalojar al inconsciente. Se le puede transformar, pero no puedes apagarlo y vivir como a oscuras un periodo antes de llegar a esa especie de nueva ocupación por parte de un inconsciente diferente. Quizás ahí es donde se perdió Egea. Gran poeta, por otra parte.

-Ya.

-No se trata exactamente de una mudanza. Y menos a un piso vacío… En todo caso nadie puede vivir sin inconsciente. Pero se trata de elaborar e interiorizar una problemática distinta, frente a ese inconsciente dominante que no deja de producirnos como explotación y como muerte.

-¿Estás escribiendo algo?

-Siempre. Bueno, aquí estoy…, como el gato que acecha la sombra de los ratones, intentando distinguir entre el cuerpo y la sombra. Y sabiendo siempre, como nos dejó dicho Spinoza, que el concepto de perro no ladra.

-Sería importante que no dejaras de escribir.

-Espío las grietas, las hendiduras. La ideología dominante no es un queso de bola, sin fisuras, aunque a veces lo parezca. Y veo al final las fisuras, y puedo escribir sobre ellas. Al menos puedo pensarlas en forma de discurso. Puedo ver al final el sentido de las contradicciones y su orden, y a eso me agarro.

-Todos esperamos un nuevo texto siempre.

-Es difícil… Un equilibrio doloroso a veces… La obcecación de un gato cazador, un gato que tiene que construir los ratones antes de cazarlos. En realidad no existen sin discurso. Y obviando siempre las orgías teóricas del kantismo. Por ejemplo, lo que dijo Foucault: Pienso que la realidad no existe, que solo existe el lenguaje… Es decir, y aquí toco fondo: si no existieran esas contradicciones, ni siquiera tendría la necesidad de escribir.

-Pero hay que seguir estrellando pelotas en el muro. A pesar de todo.

-Sí, creo que sí. El problema es que el viejo pelotari está cada vez más solo, y a veces piensa que las fisuras en el muro no terminan de agrandarse. Incluso a veces tiene la sensación de que el muro no se molesta algunas veces en devolverle la pelota.

Gómez Arboleya sonrió acercándose la cerveza a los labios. Antes de hablar dejó caer la copa de cerveza sobre la mesa con un gesto lento, casi litúrgico.

-La soledad es la marca de estos tiempos. Pero lo sabemos. Y eso es importante a pesar de todo…., que alguna vez podamos hablar no solo con las paredes, como en aquel poema de Brecht, sino con otras personas… Que alguna vez podamos hablar sabiendo lo que sabemos.

Al poco tiempo repitió la idea:

-Si no existieran contradicciones, no tendríamos siquiera necesidad de escribir.

Pero se contradijo citando a Chandler en una especie de titubeo:

-Primero: escribir no es necesario. Segundo: no se puede hacer otra cosa.

-Hay que seguir, hay que seguir…

El profesor sonrió antes de pronunciar la frase siguiente, como si disfrutara del efecto que pudiera causar.

-No sé muy bien por qué discutimos de estas cuestiones, cuando el capitalismo no necesita ni teme ya a la literatura o al arte.

-¿A qué te refieres?

-Ha muerto el aura, la iluminación que ejercían estos discursos…, y, desde luego, ha muerto el propio yo burgués, el primitivo yo, que era la base de la teoría de la libertad… El yo de Petrarca y «madonna» Laura enamorándose una mañana de 1327 a la salida de misa un viernes santo… El capitalismo avanzado ya no opera a través del fantasma del sujeto libre. En los años setenta todavía pensábamos que el capitalismo era una cosa y que las relaciones sociales eran otra. Hoy solo existe el capitalismo, que se ha hecho vida y carne, y ha cambiado muchas funciones, muchos instrumentos de cohesión.

-¿Escribes ahora sobre eso?

-Lo intento, sí. Pero hay días en que tengo la sensación de ser el último artesano en el último taller…, cincelando pequeñas piezas de ideología… Analizas la soledad de los demás…, analizas esa categoría que es hoy clave…, y descubres que ese análisis, aunque sea crítico, contradictorio, solo es posible desde la más absoluta de las soledades… No sé, han muerto muchas cosas. No es que hayan cambiado de función, como quizás he podido decir antes. Es que ya no tienen sitio. En realidad el único sitio que queda es aquel desde donde se dice que esas cosas no tienen sitio.

-Quizá yo viva las cosas de otra manera.

-No sé… La literatura jugaba un papel central en la creación del yo en el espacio de la subjetividad clásica. Se trataba de un gran invento ideológico, absolutamente necesario para una sociedad «no» libre, a pesar de su fundamento central. La libertad no se le cae de la boca al capitalismo. Una sociedad que necesitaba individuos supuestamente libres. Y esa ha sido hasta ahora la gran falacia. Y ahora todo eso se ha hecho vida, en una nueva realidad fragmentada…., algo así como la producción de un gran inconsciente colectivo que lo trocea todo. Y esto es precisamente la base de una soledad estructural.

-No te sigo.

-El inconsciente dominante es una gran tachadura. Digamos que es la nueva forma de la subjetividad, porque, ya sabes, nadie puede vivir sin inconsciente. Pero ni siquiera es ya aquel espectro del sujeto libre, una vez que se han identificado por completo democracia y capitalismo, vida cotidiana y sistema. Estamos en una nueva fase que disuelve la compañía y hasta los grupos. No sé si atreverme a hablar de la amistad… Incluso los explotadores, las grandes empresas, han dejado de tener rostro.

-¿Y cómo queda la lucha de clases?

-Bueno, hay algo que se ha analizado mal. El tema de la lucha de clases es algo que llueve ahora desde arriba. La gente, al hablar de lucha de clases, piensa en barricadas y en huelgas. Pero es preciso mirar siempre hacia arriba, donde están los banqueros y los estrategas del mercado-mundo. Las clases dominantes llueven desde arriba. Y me refiero a la ideología. Ese es el día a día de la ideología dominante, aunque esta lucha esté oculta por la falacia de las relaciones sociales democráticas, supuestamente libres. Y actualmente, más que venderse la fuerza de trabajo, se vende la propia vida. Por eso se ha pasado del yo histórico, y su epopeya, al yo consumidor, al yo cliente. La plusvalía se extrae, por tanto, durante el trabajo y durante todo el resto de la vida. Lo que quiere decir que se ha conseguido una explotación vertical donde tiende a perderse la clase. Cada uno se salva como puede. Uno a uno en  su agonía, en su agonía de 24 horas. O sea, que ya no eres fuerza de trabajo: eres capital desde el principio. La fuerza de trabajo se ha transformado en capital en este capitalismo posmoderno. De ahí que nos hayan convertido en solitarios profundos en el seno de una lucha por la supervivencia. La situación, quiero decir, es más dura que nunca porque no hay respuesta desde abajo. Todo está aplastado.

Después añadió:

-Es un vacío… Estamos en la frontera de un nuevo desierto.

-Te noto pesimista.

-Es así… Las cosas son así. Aquel amor de Laura y Petrarca ha muerto con la eliminación de la figura del «sujeto libre», que es una función que ya no necesita el capitalismo avanzado. La Literatura y el Arte también han muerto al final… ¿Dónde están ahora la literatura y el arte europeos? ¿Dónde está, en el mismo sentido, la filosofía europea? La cultura francesa murió en los años setenta; tuvo su fase final con el estructuralismo… Muere Laura y muere el aura. Juego con estas palabras intentando un título para lo que puede convertirse en un libro. Y es verdad que la ideología dominante está atravesada de contradicciones… Fisuras por las que hay que colarse, como sabes. Colarse por ellas y ampliarlas. Teóricamente, por tanto, parece que es obligada otra literatura; desde el desierto, si quieres… Desde nuestras propias fisuras.

-¿Cómo la que intentó Quisquete?

-Sí, pero eran otros tiempos… Los buenos tiempos, que suele decirse. Estábamos convencidos de que había demasiados «progres» y pocos rojos… Poca gente pensando desde el punto de vista de la explotación. Y nos sublevamos contra aquella etapa de normalización en la que la burguesía empezó a llamar democracia al capitalismo. Y una parte de la izquierda también.

-Era como una nueva etapa del aura.

-Bueno, se editaron los primeros libros de Javier Egea y de Luis García Montero, y poco después se acabó todo aquello, coincidiendo con la llegada al poder del PSOE y la falta de ambición revolucionaria del PCE, embarcado en la normalización.

-Tú fuiste algo así como el teórico de aquella nueva poesía, ¿no?

-Quizás. Pero ya nadie recuerda aquellas cosas. Ya sabes lo que se dice en el fútbol: puede pasar el balón a veces, pero no debe pasar el jugador.

-Yo he hablado del jugador.

-La verdad es que no sé si pasó el balón. Egea desapareció pronto de las librerías, y surgió una práctica experiencial de la poesía. No sé. El caso es que pronto levantó el vuelo el discurso de la modernidad, con su «post» correspondiente, que en el fondo acababa con la posibilidad de una política alternativa… Se cerraba el paréntesis rojo y se regresaba a la racionalidad ilustrada. Ilustración más mercado, más teoría de la comunicación y «telecracia» en todos los hogares… Algo así. Era como ceder al sentido común del sistema. Y se volvía en la universidad a la misma propaganda, épica y taimada, de la burguesía clásica. Por ejemplo, el lema «igualdad, libertad, fraternidad» no era así en principio, ya que se intentó colocar una referencia al problema de la propiedad privada, pero la sustituyeron al final por una llamada a la fraternidad de los de arriba con las clases explotadas, con los de abajo. En fin, una derrota más, que pasaba en forma de legado.

El tono de Juan Carlos arrastraba después el cansancio. Pensaba de nuevo las cosas y repetía algunas ideas.

-Hoy la Literatura y la Filosofía están muertas porque el espacio que ocupaban está bien suturado. Y no se trata de una exclusiva cuestión de mercado… Quiero más bien decir que ya no es necesaria la narración del yo… Y en el fondo es el sistema el que nos narra, porque el sistema se ha adueñado de todo… Ha allanado casi todas las contradicciones…

-¿Tan grande es la derrota?

-Los anuncios publicitarios, el relato comunicativo de la televisión, o de Internet, siguen utilizando la Literatura o la Filosofía, pero estas ya no son necesarias como materias propias, en su sentido original, cuando tenían aura. ¿Qué decías?

-¿Tan grande es la derrota?

-Tan grande que ni siquiera se nota. Los nuevos ilustrados de la posmodernidad nos han conducido a una resignación feliz.

-Al menos sabemos eso.

-Una derrota más.

-Aquí una de tus frases: No hay más historia que la que nos derrota.

-Sí, algo así.

-La dijiste ya hace tiempo.

-Ya… Me refería entonces a la Comuna, a la Revolución soviética, al mayo del 68 francés… Y a todo lo demás. A la misma Transición, si quieres.

Juan Carlos utilizaba un tono más relajado cuando echaba mano de sus recuerdos.

-Había mucha gente en aquella frontera de los ochenta experimentando con sexo, drogas y alcohol. Demasiado «progre». Y nosotros nos plantamos desde la necesidad de una literatura otra… Desde la Otra sentimentalidad. No se trataba, como alguien dijo, de la nueva sentimentalidad de Antonio Machado, que la pensaba desde un punto de  vista regeneracionista o, si quieres, populista. Era una sentimentalidad «otra”. Era una nueva producción. Se trataba de reivindicar una nueva problemática teórica para aprender a pensar desde la otra orilla. ¡Pensar desde la explotación, era la clave! Egea se confinó en la Isleta del Moro y volvió a Granada con los poemas fundamentales de Troppo mare debajo del brazo. Quería ponerle al libro uno de esos títulos macarrónicos que solía inventarse, algo así como «La casa (o la playa) de la masturbación». No recuerdo bien. Ya sabes que le puso a su segundo libro el insufrible título de A boca de parir. Así que lo conduje a Pavese y a ese primer verso de un poema de Lavorare stanca. Se había llevado a Almería mi libro sobre la teoría e historia de la producción ideológica. Y regresaba con una poesía distinta… No más evolucionada: distinta. Y empezamos a hablar de una producción poética materialista desde finales de 1980. Fue un invierno inolvidable. Y así nos fuimos aferrando a algunas poéticas que nos parecían más próximas; por ejemplo, Jaime Gil de Biedma… Estuvo en Granada, y después yo estuve en Barcelona, varias veces… Desde luego era un hombre de izquierdas, y tematizó como nadie un cierto límite, un cierto cansancio… El cansancio de un inconsciente sobreexistido, se podría decir. Pero que nunca cayó en una poesía sobreactuada, todo lo contrario. Tradujimos Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, que tanto aportó a la coherencia tonal del poema de Egea Paseo de los tristes… Tienen la misma resonancia, la misma extrañeza… Incluso nos sumergimos en el simbolismo sucio de cierta novela negra; me refiero a Chandler, a Hammet… Fascinados por aquella novela de Chandler, El largo adiós… Hablábamos y bebíamos sin parar, rompiendo a la vez con el capitalismo normalizado y con toda la rastra estalinista, que se expresaba no poco en los aparatos de las distintas organizaciones… Y llorábamos a nuestra manera por el agotamiento de aquella increíble riqueza de izquierdas que había existido en la literatura, el cine y el pensamiento italianos.

-También Althusser.

-Sí, claro, Althusser… Vilipendiado, irrefutable.

-¿Hablastéis mucho él y tú?

-Sí, hablamos. Conocí sus textos y quedé absolutamente deslumbrado.

-¿Fuiste a verlo a París?

-Sí, claro. La primera vez me recibió en su pequeño despacho de L´Ecole Normale. Colaboré con él algunos años. Tuve la suerte de conocerlo siendo yo muy joven. Nunca perdimos el contacto. Prácticamente fui adoptado por él y su mujer. La inteligencia de Louis era contagiosa, como su sentido de la amistad. Luego sucedió lo que sucedió. Antes estuvieron en Granada, en una conferencia espectacular, con más de cinco mil asistentes. Y ocurrió lo que ocurrió precisamente en 1980. Después nada fue igual… La última carta que me escribió databa también de esa etapa. Bueno, era de 1979. Un año después ocurrió lo de Hélène, y todo aquello se derrumbó. Por eso prefiero siempre retornar a los días de nuestra amistad plena. Por ejemplo, una mañana del 78, quizás del 77. Y eso que aquel día hacía un frío pavoroso en la Rue d´Ulm y todo parecía triste y fantasmal en el despacho de Althusser. El jardín yermo, oscuro, algo escarchado. Y una simple nota escrita a mano bajo el timbre: «Althusser, sonnez ici». Todo aquello, después de un largo periodo de relación con él y con Hélène, parecía en aquel momento, antes de pulsar el timbre, un signo de desolación, de exilio, de derrota… Althusser y Hélène vivían en aquella calle estrecha y oscura… Luego, pulsabas el botón y te recibía la calidez de su sonrisa, su inteligencia contagiosa… La amabilidad de Hélène preparando el té en un saloncito, donde nos reíamos de las críticas del Partido Comunista Francés a Althusser, que muchas veces parecían formuladas desde el odio, y así se lo dije… Pero ya no volví más… Enseguida ocurrió lo de Hélène… Aquella última vez me llevé el presagio triste que te digo, pero también su risa… Y aquella voluntad acogedora de ella… Pero, en fin, todo esto también pasó. Y no volví más a aquella casa de la Rue d´Ulm donde nunca daba el sol.

A la hora de la despedida, Juan Carlos, desde el hueco de la puerta, dijo algo más.

-¿Sabes cómo termina El largo adiós, de Chandler? Un gran novela. Las últimas palabras de Marlowe no pueden expresar mejor la epidemia de soledad… Soledad vigilada, si quieres. Pues dice: «Nunca volví a ver a ninguno de ellos…, excepto a los policías. A estos todavía no se ha inventado la forma de decirles adiós».

     

III

Cuando Lévi-Strauss escribe Tristres Trópicos, mucho antes de su muerte, ya es consciente de la frase que pronunciará después, desde la atalaya de su muy avanzada edad. El libro, casi novela, casi libro de aventuras, está impregnado de nostalgia y aun de impotencia. A pesar de las cajas de herramientas que utiliza, prestadas por Marx y Freud (todavía no conoce a Jakobson), él sabe que muchas veces corre tras el ejército de sombras de un realidad condenada a desaparecer por la voracidad de Occidente. Una voracidad que suele estar oculta detrás del «teatralazo especulativo» de la filosofía académica. Por eso el libro tiene un tono general de nostalgia y de confesión, como de reconocimiento de una derrota siempre ineludible, que parece suceder bajo las luces cambiantes, espectaculares, del teatralazo, pleno de superchería de las candilejas del atardecer, de los atardeceres, nunca tan bien descritos como en Tristes trópicos. Es su ocaso. Lévi-Strauss se despide de antemano sorteando un bosque de detalles que le impiden extraer, en toda su intensidad, la verdad latente. Sabe también que el objeto de conocimiento no es igual que el objeto real; que el concepto de perro no ladra. Pero no puede despegarse de los detalles, aunque sea víctima permanente de una especie de invalidez, ya que todo lo que percibe, le hiere. Y sabe que el final no será la comprensión amistosa de un homenaje real. No es posible el homenaje. Por eso, desde su atalaya centenaria nos dice al final que él sabe que no pertenece ya a este mundo, que se ha ido, que ha sido extrañado antes de morir.

No sé por qué (y así sucede en La conjura de los poetas), siempre he asociado literariamente, como si se tratara del estallido de una cierta alegría, el «momento» del descubrimiento (la producción, quiero decir) del objeto de conocimiento en el trabajo de Juan Carlos y en el de Lévi-Strauss. Aquellos bullentes trópicos donde se conjuraban los colores y olores inéditos de un nuevo universo a punto de ser descubierto. O Juan Carlos «destilando» los distintos materiales en su pequeño despacho para alcanzar las relaciones necesarias a fin de aportar la explicación, gobernando una gran tensión interna antes de acabar el trabajo diario y jugar un partido de fútbol con sus más cercanos ayudantes. Aquella alegría bullente y la tristeza de una cierta extrañeza final.

Juan Carlos Rodríguez se ha ido después de reconocer que no hay más historia que la que nos derrota. Pero nos ha dejado sus escritos, que siguen funcionando diariamente en el pensamiento y en la acción de unos y de otros. Esos escritos que demandan una cierta «vigilancia» para que no sufran ningún proceso de normalización. Es decir, la lucha continúa. Derrotados, sí, pero no vencidos.