Javier Egea, Obras completas, Volumen II (Poesía dispersa e inédita), Bartleby Ediciones, 2012

 

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Para Pío y Juan Antonio, codo a codo

Por lo general la publicación de las obras completas de un poeta, ese “sarcófago” al que se refirió José Emilio Pacheco en uno de sus más conocidos poemas, suele formar parte del habitual rito de divulgación, canonización y normalización de su autor dentro del sistema literario dominante, en cuyos márgenes o en cuyo centro —dependiendo de su recepción— se instalará y circulará en adelante con una legitimidad de entrada mayor que la de aquellos otros poetas que no llegan nunca a publicarlas, aunque es cierto que a ese lugar privilegiado se puede acceder por otros atajos más directos que no las hacen siempre necesarias, como las antologías. (Se acordarán de que en cierta ocasión Manuel Vázquez Montalbán prometió que, dado su éxito, sólo iba a escribir antologías).

Desgraciadamente, el dispositivo cultural encargado de toda esta beatificación literaria, la “crítica” literaria, ningunea con demasiada frecuencia su propio nombre y, como decía Maiakovski, es ella la que termina de convertir a los escritores “en bronce”:

“Se desmigaja —dice Maiakovski— a los escritores en antologías y diccionarios etimológicos y se les adorna con laureles, no ya como hombres vivos y vitales, sino como seres inventados, sin carne ni huesos.” (1974: 14).

Y por otro lado a nadie escapa obviamente que el espacio literario es también un negocio y que para el mercado siempre es mejor la oda al dorso de un billete de banco escrita.

Bien, pero, con todo, es innegable que en otras muchas ocasiones la publicación de las obras completas de un autor va más allá de esta consabida liturgia literaria, aunque ésta sea a partir de entonces inevitable. Recordemos de dónde venimos y que en este país hasta hace no mucho, gran parte de los autores que ahora se estudian en la escuela estuvieron prohibidos y que airearlos en las librerías fue una manera de reparar el asalto histórico a la razón de quienes los asesinaron, amordazaron, domesticaron u obligaron a marcharse. Entonces, donde decía “poesías” u obras “completas” el lector sabía entender “sin mutilar”, “sin censurar”, etc., sabía leer en ellas “libertad”.

El caso que nos ocupa obviamente es distinto, pero deja un cierto regusto parecido. En el prólogo al primer volumen de estas obras completas que presentamos, Manuel Rico explicó que su aparición es también un acto de justicia, en la medida en que la obra de Javier Egea ha venido sufriendo un incomprensible y vergonzoso silenciamiento historiográfico y bibliográfico que lleva años arrinconándola en un discreto segundo plano de la escena literaria actual, divorciada de los lectores:

“¿Un simple olvido? ¿Falta de rigor en el análisis del período? ¿Un silencio premeditado? ¿Desconocimiento del nivel de calidad de la obra del poeta? Son muchas las preguntas que tal situación sugiere y cualquier intento de respuesta a cada una de ellas entraría en el terreno de la justificación o de la excusa y, por tanto, de lo inverosímil. […] Cualquier respuesta que intentaramos aventurar a las preguntas antes citadas que no fuera la marginación (por activa o por pasiva) carecería de toda credibilidad. ¿Quiero decir con ello que hubo una conspiración de silencio o un interés especial en relegarlo? No puedo afirmarlo, pero sí he de subrayar que ese silencio, unido a su ausencia en todas las antologías generacionales de ámbito estatal -no menos de treinta- que se editaron a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa […] es una inexplicable anomalía histórica que ha extendido una sombra sobre su figura humana y literaria, reforzando, a la vez, su condición de raro y heterodoxo…” (Rico, 2011: 8-9).

Él pudo decirlo, y lo dijo aquí, porque tiene voz pública, porque su figura sirve de altavoz y acapara lógicamente la atención de los medios, pero sus reflexiones recogen en realidad algo que venimos mascullando muchos de sus lectores y estudiosos desde hace años (Chicharro, 1999: 317), independientemente de cuándo empezamos a leerlo o de qué deslucidas ediciones nos hayamos tenido que valer hasta ahora para ello: que Egea es indudablemente un autor mayor de la literatura española de nuestros días, cuya figura ha sido injustamente ignorada —en ocasiones y como en tantos casos históricos, a veces por quienes todavía se les llena la boca de su nombre— y que su obra, que sólo tuvo un breve destello de reconocimiento en la década de los ochenta, merece un lugar de honor en el canon literario patrio no sólo al lado de sus compañeros de generación, sino incluso por encima de la mayor parte de ellos, algunos bastante más reconocidos y laureados. Es que su caso invita, en todos los sentidos, a replantearse ciertas cuestiones que lanzaba hace algún tiempo Jenaro Talens en torno al concepto de canon literario:

“Qué autores estudiar, cómo abordarlos y en torno a qué principios explicativos, son cuestiones que la presencia indiscutida del canon deja de lado por innecesarias. No planteárselas, sin embargo, supone admitir la distorsión ideológica que sirve a aquél de base y fundamento epistemológico […] En efecto, el canon es algo más que una forma de catalogar y clasificar la historia: fundamentalmente consiste en un modo de enfrentarse a la realidad y, por ende, de escribir (esto es, de rehacer) la historia” (Talens, 1994: 138).

En este sentido, no sólo albergo la esperanza sino que tengo el absoluto convencimiento de que su importancia, con este proyecto que ya va por el segundo volumen y que es de nuevo presentado aquí en “su” Granada, será reparada para ocupar su poesía pronto el sitio que le corresponde, pues completa definitivamente los matices de una voz imprescindible, que tiene menos de objeto arqueológico que de rabioso presente. Como decía Walter Benjamin en sus imprescindibles Tesis de filosofía de la historia, es necesario de vez en cuando “pasar el cepillo a la Historia a contrapelo” y rescatar las voces de quienes, justamente, sirven de antídoto contra el conformismo que los ningunea: “tampoco -dice Benjamin- los muertos estarán a salvo del enemigo si éste vence” (Benjamin, 1973, tesis VI). Su lugar está pues, ahí en la lista de escritores incómodos e inclasificables que retan al buen lector y se resisten a ser encasillados, refrenados, oficializados, estandarizados, a ser su palabra reducida a la mera perpetuación de lo mismo, pues no hay, a buen seguro, enemigo mayor que ese mencionado conformismo que tiende a engullir o disolver los discursos disonantes en el statu quo general.

Por cierto que también en términos de mercado puede hablarse, trayendo aquí la célebre provocación de Baudelaire que dice: “Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor...”. Y el éxito de ventas del primer volumen da prueba de ello. De otra parte, el propio Vázquez Montalbán recogió hace tiempo una afirmación del crítico Edmund Wilson muy oportuna, en la que decía que hay momentos históricos en que, de repente, un escritor de primera fuerza “no tenido en cuenta o considerado inactual por los chalanes oficiales del mercado”, irrumpe en la escena tras encontrar apoyo en la demanda de “un público cultivado y capaz de apreciar la calidad”, que de algún modo lo estaba esperando (Vázquez Montalbán, 1998: 186). Y esta idea también puede explicar algunas cosas.

La paradójica situación crítica en que fue quedando postrado el poeta granadino en las dos últimas décadas es digna de un análisis detenido -si bien no es éste el lugar-, puesto que si por un lado su obra siempre recibió elogios sinceros por su valor excepcional y se granjeaba el respeto de cuantos lectores se acercaban a ella, nunca su producción concentró la atención de la crítica dominante, si exceptuamos unos pocos casos puntuales y un sinfín de comentarios al paso, donde apenas su nombre y algún título de libro es referido, aunque incluso en muchas ocasiones esto ni siquiera llega a suceder. Condenada al silencio por muchos factores -entre los que yo incluiría por supuesto desde el desánimo personal hasta el apagón editorial que lo separó paulatinamente de las librerías a partir de 1990-, su obra fue antes reconocida que conocida, mientras los estudios sobre otros compañeros más o menos afines, cuya importancia no seré yo quien ponga en duda, crecían pavorosamente hasta casi la sobrecodificación, instalándose además algunos de ellos en el centro del mercado literario y del fragor institucional.

No se trata obviamente de buscar culpables ni alimentar rencores, sino de señalar la anomalía de seguir ignorando su obra. Y en este sentido haré advertir tan sólo, para no extenderme más en tales asuntos, que muchos de los pocos juicios críticos que se han vertido a lo largo de las tres últimas décadas sobre su poesía invitan más bien a reducirla, bajo inocente apariencia lisonjera, al exclusivo “dominio técnico” de la versificación o la firmeza de su “compromiso ortodoxo izquierdista”, o incluso ambas cosas a la vez, cercenando de esta manera el verdadero y complejo valor de su escritura. Así, aunque los críticos lo llaman “uno de los más habilidosos” del grupo ‘La otra sentimentalidad’ (Mainer, 1994: 166) o incluso “el miglior fabbro de ellos” (Mora, 2006: 81), unas afirmaciones por cierto separadas por doce años y espigadas de un panorama que se prodiga en repetir con frecuencia el mismo encasillamiento, resulta paradójico que ninguno de ellos se haya animado nunca a prestar más atención a la obra de tan supuesto exquisito artífice. Lo triste es que mientras esto sucedía, en algunas anotaciones conservadas en su diario el propio poeta llegaba a preocuparse en vida -a demanda del poeta Ángel González, que le pedía por carta referencias para un prólogo a su frustrada antología Soledades (1970-1990), cuyo índice se recoge en el volumen que tienen en la mano, preguntándose si existía crítica sobre su obra: “¿La hay?” (Alcántara, 2010: 92). Algunas cosas sí que cambiaron tras su muerte.

Solía decir Pierre Bourdieu frecuentemente que al hablar sobre los autores los fetichizamos porque subestimamos su “esfuerzo de pensar”, en este caso de pensar poéticamente. Pero quizá, sencillamente, es que en muchas ocasiones la crítica no está a su altura. Por ejemplo no todo el mundo está en condiciones ni desea comprender y asumir la escritura disonante de Javier Egea: hace un año el reconocido crítico Ángel L. Prieto de Paula, condescendiente con la publicación de la poesía completa de Egea a la que está dispuesto a conceder una nueva oportunidad desde un diario de primer nivel, hace amago de ridiculizar su obra con varios comentarios despectivos bastante gastados, que empiezan por asegurar que “algunos incondicionales” lo han convertido “en un ariete contra los supervivientes fraudulentos”, y que “su adscripción ideológica, y el voluntarismo de sus exégetas” han pretendido convertir su poesía en “una síntesis de Góngora y Marx, culmen de ese estupendo oxímoron que es la poesía materialista” (Prieto de Paula, 2011), aseveraciones que dejan al descubierto, precisamente, la invisible línea de fuerza que ha ignorado siempre la obra de Javier Egea al construir la historia literaria, ese voluntarismo de otro signo empeñado en negarle la palabra.

Por último y respecto al contenido en sí del volumen que presentamos, el segundo, lo compone una miscelánea de poemas en su mayor parte datados y firmados, es decir, perfectamente terminados, que abarcan naturalmente toda su vida y no sólo un periodo concreto y que pasarán sin duda a ocupar un lugar de honor dentro de su obra y en la poesía española contemporánea. La edición ha sido compleja porque ha pretendido ser muy minuciosa, desde la dificultosa transcripción del archivo manuscrito y mecanoscrito, con sus difíciles decisiones textuales, hasta la selección, presentación y estudio del corpus final. A partir de ahora, ni Egea ni su época podrán leerse sin todo este material, que entre otras cosas resuelve muchas incógnitas respecto a su particular taller literario, su modo de entender la escritura. Y no sólo reúne medio centenar de textos dispersos que contienen algunos de sus poemas más significativos, sino que abarca también casi cuatrocientos poemas inéditos que se quedaron en el cajón por distintas razones, que ven la luz por primera vez aquí y sorprenderán al lector porque amplían y completan definitivamente el perfil de su autor. Hay algunos exclusos de sus libros, de singular importancia los de Paseo de los tristes; hay interesantes proyectos inacabados, como Requiem y Polonesas; poemas de circunstancia, fieramente sarcásticos y burlescos; multitud de sonetos de acabada perfección, que demuestran su maestría en el género; algunos esbozos de sus textos mayores; poemas enviados a revistas que no se publicaron, como los de Poesía 70; epístolas en verso a amigos cercanos, de gran importancia las enviadas a J. J. León, una amplia colección de epigramas; etc. Y el volumen recoge también, como curiosidad, el índice de ese proyecto último al que me refería titulado significativamente Soledades, término con gran peso en la tradición poética española y de amplia simbología personal.

Hoy que la poesía española anda como anda, el ejemplo edificante de Javier Egea creo que puede servir muy bien de antídoto contra la comparsa de los poetas subvencionados, espejo para jóvenes creadores y modelo de poeta insobornable para los trepadores y besamanos y, sobre todo, inspiración (sin mito) y fuente de aprendizaje y de gozo para los que buscan la belleza y la verdad con las palabras, para los que disfrutan contemplando el dominio de la escritura en sentido amplio, la ética de un oficio “incurable y contagioso” sin demasiadas recompensas al que uno se entrega pasionalmente, y que no consiste en aparecer semanalmente en las revistas literarias ni firmar ejemplares en las ferias del libro, ni en pulular por las universidades y las academias, ni en recibir premios —unos premios que en algunos casos recuerdan a las famosas bolas de billar de Fernando VII, puestas para que los amigos hagan carambola—, sino en leer y en vivir y en ir llenando día tras día el papel en blanco, en soledad, equivocándose casi siempre para acertar, si acaso, alguna vez, unas pocas veces. Y así, como decía su paisano Francisco Ayala, se acaba dejando poco a poco la vida en jeroglífico.

Obras citadas:

Alcántara, José Luis (2010): “Homenaje a Javier Egea (Historia de una antología)”, en AA.VV., Actas de las II Jornadas de Literatura y Marxismo, Revista de crítica literaria marxista, 3, Fundación de Investigaciones Marxistas, pp. 90-93.

Benjamin, Walter (1973): “Tesis de filosofía de la historia”, Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, pp. 175-192.

Chicharro Chamorro, Antonio (1999): “Javier Egea: Troppo vero”, Ideal, ‘Artes y Letras’, 5/10/1999. Vid. en La aguja del navegante (Crítica y literatura del Sur), Diputación de Jaén/Instituto de Estudios Giennenses, 2002, pp. 317-319.

Maiakovski, Vladimir (1974): Poesía y revolución, Barcelona, Península.

Mainer, José-Carlos (1994): De postguerra (1951-1990), Barcelona, Crítica.

Mora, Vicente Luis (2006): Singularidades: ética y poética de la literatura española actual, Madrid, Bartleby Ediciones.

Prieto de Paula, Ángel L. (2011): “Andar erguido y solo”, Babelia [El País], nº 1013, p. 15.

Rico, Manuel (2011): “Realidad, lucidez y poesía: una lectura de la obra de Javier Egea”, en J. Egea, Poesía completa (Volumen I), Madrid, Bartleby Ediciones, pp. 7-54.

Talens, Jenaro (1994): “El lugar de la teoría de la literatura en la era del lenguaje electrónico”, en Curso de teoría de la literatura, coord. por D. Villanueva, Madrid, Taurus, pp. 129-43.

Vázquez Montalbán, Manuel (1998): La literatura en la construcción de la ciudad democrática, Barcelona, Crítica.